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jueves, 25 de julio de 2013

Hablando de hostias























Nunca me voy a olvidar del colegio Lasalle, en el que me crié, ese enorme castillo ubicado en la calle Río Bamba entre Tucumán y Viamonte. Nunca me voy a olvidar de cuando tenía que tomar la comunión, después de haber, necesariamente, confesado mis pecados. De rodillas, al costado de una especie de gran cabina telefónica de madera labrada realmente muy hermosa, hablando a través de una ventanita que me comunicaba con un oculto hermano (no "padre", pues en el Lasalle eran "hermanos") Un misterioso personaje que iba a establecerme la penitencia a cumplir por mis pecados confesados, o sea decenas de Padres Nuestros y Aves Marías, etc. Después de todo eso comulgar, tragar la hostia que otro “hermano” me depositaba en la lengua que ya había sacado afuera, hacerlo y volver caminando suave, lentamente, agachando la cabeza, en clara señal de arrepentimiento y agradecimiento por haber recibido semejante redentora bendición. Muchos recuerdos de aquellos días, más que nada uno de los más fastidiosos: de cuando la hostia se me pegaba en el paladar.

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