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jueves, 23 de abril de 2015

EL CABO SÁNCHEZ (Nigger - Témpera Mental)

Hugo Sánchez es cabo de la policía hace mucho tiempo. Tal vez para siempre. Como de costumbre, volvía en colectivo a su casa de Lugano. Había estado parado en una esquina muchas horas, caminando sólo algunos metros a la redonda, sin música, vino ni cigarrillos, ya acostumbrado a pensar en casi nada, solo mirando pasar la gente al lado suyo, saludando a la misma media docena de casi todos los días. Ahora, moviendo los dedos de los pies doloridos dentro de sus zapatos negros, suspirando de vez en cuando, hojeaba la revista que le había regalado días atrás don Raúl, el diariero. Ya había oído hablar algo de esas cosas y le resultaba algo extraño. Palabras no escuchadas antes, “autoayuda”, "yoga", “macrobiótica”, “alimentos orgánicos” o en otro idioma, “reiki”, “feng-shui”, “tai-chi-chuan”. Aunque un poco de alivio le hacía sentir . Por lo menos no era la lectura fanática y de rigor de El Gráfico o de las páginas policiales de Crónica. Esta cosa nueva le provocaba el cosquilleo de una impensada posibilidad de huir de su cadena perpetua, como un desafío ilegal que debía mantener en secreto. Porque ya le habían dicho que todo eso era para maricones. Bajar del colectivo todos los días ya tenía su marca en la vereda. Siempre apoyaba el pie derecho en el mismo lugar, y el recorrido de las tres cuadras hasta su casa era, porqué no, un sendero formado por su huella. Recién hoy Sánchez pensó en eso, y sonrió mientras caminaba. Al llegar a su casa, con la revista oculta entre los papeles de su portafolio, abrió la puerta, besó en silencio a su esposa Clara y saludó a sus hijos, compenetrados frente al televisor. Después, para Sánchez, lo de siempre, mate, ducha, pijamas, chinelas y a comer. Excepto un súbito comentario. Casi sin darse cuenta le preguntó a su mujer si tenían arroz integral. Ella le respondió que no, que sólo tenían arroz blanco, sin querer saber el porqué de la pregunta, que podría haber sido cualquier otra. Después, cenar albóndigas con puré y a la cama. En silencio, sólo un tibio hasta mañana Clarita y hacer fuerza para dormirse, sin poder dejar de pensar en el viaje en colectivo de mañana, donde podría seguir leyendo esa revista durante una hora sin que nadie lo viera. Las semanas que siguieron no fueron muy diferentes a las de siempre, aunque hubo algunos cambios en sus comidas. El churrasco desapareció, quedó la ensalada, el choripán también desapareció y apareció la tarta de verduras. El vino y la cerveza se transformaron en agua mineral y la empanada de carne en una de humita. Lo que aumentaba, junto con un sentirse mas liviano, no solo de cuerpo sino también de un poco mas adentro, era su secreta colección de la revista que religiosamente le regalaba cada semana don Raúl el diariero. Sánchez estaba un poco más feliz. Solo quedaba la comida nada macrobiótica de su mujer Clarita, a la noche, pero no importaba, porque ella cocinaba como nadie. Y por primera vez se pudo sentir orgulloso de no haber disparado nunca su arma, a pesar de dormir con ella bajo la almohada todas las noches. Ya no tenía que cumplir con herir o matar a alguien para no creerse un cobarde. En la comisaría hasta se le había escapado algún “¡Paz y amor, loco!” después de haber leído aquello de Gandhi y de John Lennon. Y no le importaban las cargadas de los otros policías, los “¡Ché, Sánchez!, ¿No estás muy flaco, vos?... ¡Cortála con esa dieta de putos, gordo!” El respondía que se estaba cuidando del colesterol, pero en realidad no tenía la menor intención de hacerse un análisis de sangre. Pero la eterna rutina del cabo Sánchez no cambió demasiado, pues sin olvidarse del todo de las nuevas verduras y el arroz integral, no tardó mucho en volver a sentirse opíparamente vivo con su querido asado, su compañero el tinto y sus viejas amigas, las picantes empanadas salteñas. Tampoco siguió disimulando su nuevo pasatiempo. Ahora Osho estaba en su mesa de luz y la revista que don Raúl el diariero le siguió regalando cada semana ya la leían su mujer y algunos compañeros de la comisaría. Y Sánchez ya nunca se olvidaba, al bajar del colectivo todas las noches, de sonreírle a su huella, cada día más profunda en la vereda.

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