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miércoles, 21 de octubre de 2015

LA MORCILLA INOLVIDABLE (Mis recuerdos de la colimba)

Una mañana, después del súbito despertar por los gritos del marrano de uniforme verde y sus pitidos estridentes, el tener que clavarse como una estaca a los pies de la cama entre bostezos, puteadas interiores cada vez más diluídas y el acostumbrado pasaje por el agua casi fría del baño enorme y helado. Luego venía el delicioso desayuno: un mate cocido y un pan. Pero ese día no lo hubo, sino que directamente nos hicieron marchar hasta una de las compañías, de donde salían y entraban ambulancias. Preguntándonos por qué estábamos haciendo una cola en ayunas para entrar al edificio, vimos salir de ahí a un par de desmayados sostenidos por otros pálidos compañeros, que con una expresión desesperada y disimuladamente nos miraban señalándose el medio del brazo. Cuando entré, el espectáculo era un centenar de camas, cada una con un joven canalizado conectado a una bolsita que colgaba a su lado y se llenaba de su sangre. Ese día nos sacaron un cuarto de litro a cada uno, y en el cuartel éramos más de mil. Nunca se pudo saber a donde fue a parar semejante cantidad de sangre y jamás dieron una explicación. Por aquellos días se celebraba un recordatorio de la Campaña del Desierto y me tocó hacer de mozo en el Casino de Oficiales. Había muchísimos militares, políticos invitados y la comida era una descomunal parrillada. Con los pies doliéndome de tantas idas y venidas y muerto de ganas de probar algo de lo que se estaba sirviendo, en una pasada por una de las parrillas, un suboficial sudoroso y compasivo me hizo un regalo revelador. Me obsequió un plato con achuras, que según dijo, se procesaban en un enorme frigorífico cercano al cuartel. Y mientras saboreaba a escondidas una inolvidable morcilla, me sumí en un estado que jamás volví a sentir, un arrebato que me producía ese gusto tan familiar. No quisiera pasar por un mitómano, pero esa morcilla tenía demasiado sabor a mi.

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