lunes, 16 de enero de 2012
CAPITOLIO - HF
Empachado de tanta guerra y soberbia,
adormecido por tener la cabeza tan cargada
de victorias injustificadas,
sin casi poder responder a las obsecuencias de los otros,
Capitolio, el forastero conquistador de la antigua Mesopotamia,
la de los viejos caldeos, es continuamente proclamado
soberano de su Imperio, sucediéndose a sí mismo,
siempre una vez más,
cuando en su piel todavía no termina de secarse
algo del agua del Eufrates
coloreada por la sangre de los lugareños,
el agua de uno de los dos grandes ríos sumerios,
de nombre impronunciable por Capitolio,
y que él usa para perfumar su frío, avinagrado cuerpo.
Siempre seguido por su horda de imberbes,
desconcertados, profanadores soldados miopes,
pertrechados con la más moderna técnica al servicio del daño,
vestidos a la moda caracol terrestre
con rayas pardas transversales
creyendo parecerse en algo a los guerreros de la antigua Grecia
pero sin saber que ni siquiera llegan a ser
símbolos de algo humano,
así es como se realiza su enésima coronación,
a la vera de sombrías lagunas teñidas de sangre babilónica,
sin dejar, Capitolio, por un minuto de impulsar a los gritos,
desenfrenadamente, la obsesión colectiva
de seguir adueñándose de lugares aún no determinados.
Está tan cargado de sí mismo
que hasta cree ser una de esas hienas que amamantan
a los corderos de una oveja tras haberla matado.
El cree repartir las cartas del gran póker de la historia,
y en los espejos se ve reflejado como un escuálido,
frígido Carlomagno,
que tiene como único objetivo seguir expandiéndose
como la execrable materia pringosa que es,
hasta cubrir toda la superficie del planeta,
siempre haciendo con su helada mano derecha ese ademán
con el que se desprecia y desecha cualquier cosa,
como quien espanta a una mosca.
Tal vez el sabor de la hiel
que desde siempre impregna a su lengua
sea lo que le hace saber que jamás va a descansar en paz,
y que su próximo, eterno futuro transcurrirá
en un yermo, solitario e interminable terreno de cascajos,
de formas que ya nunca podrá comprender.
Capitolio es el gran jefe de un pueblo engreído y mentecato
de obesa raza blanca, y se siente cada vez más orgulloso
de la xenofobia que paladea desde su nefasto nacimiento,
orgulloso de saberse el más brillante de los engendros.
El sólo carga con una vieja intranquilidad,
y es que allá en su juventud,
al comienzo de su instrucción,
muchísimo antes de su última avanzada,
un anciano profeta de raza negra, futuro esclavo de su confianza,
se atrevió a predecir que él quedaría inscripto en la historia
como un gran conquistador.
Pero condenado al aborrecimiento,
hasta el final de los tiempos.
Ilustración:
http://www.sl-webs.com/deesillustration/home.asp
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1 comentario:
Está buenísimo Horacio, claro y contundente.
Abrazo
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