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miércoles, 1 de mayo de 2013

El sueño que tuve anoche.


















El sueño que tuve anoche me dejó un gusto extraño.
Se trataba de un gigantesco edificio 
que visto desde abajo 
producía un tremendo vértigo, agorafobia. 
Los pisos de ese edificio eran enormes 
y rebosantes de riquezas infinitas,
unos con forma de enormes llanuras,
otros de montañas, selvas o de glaciares.
Muchos de ellos atravesados por magníficos ríos
donde abrevaban hermosos animales,
con riquísimas vegetaciones de colores más que radiantes.
Pisos con todas las vistas.
Y hermosos cielos nunca vistos, refulgentes.
Edificio aparentemente sin dueños.
Los únicos, escasos habitantes de ese extraño paraíso
eran unos viejos porteros temerosos.
Una antigua casta de porteros descendientes de porteros.
Una cadena interminable de porteros en el tiempo de ese lugar.
En el sueño los dueños nunca se llegaban a ver,
eran indetectables, presencias apenas sospechadas.
Y por esas cosas de los sueños,
en el edificio había sólo olor a dueño.
Ningún olor a portero, sólo olor a dueño.
No recuerdo más que estos detalles de este sueño
que me dejó un sabor algo amargo.
Y en la entrada del fabuloso edificio
se podía leer un cartel que decía:
“Bienvenidos al Paraíso Argento”.

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