Como polilla nacida en una gigantesca biblioteca,
gran voladora y observadora que soy, de algo ya no me cabe duda.
Y es que de todo lo que pude ver en mis vuelos,
los mapas tienen una hermosura especial,
la hermosura de quien puede haberlo visto todo desde las alturas.
Por eso muchas veces pensé que los cartógrafos,
los hacedores de mapas tal vez fueran ángeles,
o tal vez pájaros haciéndose pasar por humanos.
Porque ¿cómo se hace para dibujar perfectamente la tierra
vista desde arriba sin volar?
Sigue siendo un misterio para mi.
En mis cotidianos vuelos
sobre las pilas de centenares de olorosos libros abiertos,
algo que siempre me llamó la atención es el planisferio,
en donde todo se ve prácticamente desplegado en un solo plano,
la esfera pelada, toda la cáscara del redondo planeta
perfectamente planchada, encuadrada y estirada.
En una oportunidad, en uno de esos vuelos,
algo me produjo un pequeñísimo destello de comprensión
acerca de la misteriosa situación sobre la Tierra.
Fue cuando aleteando detenida en el aire
quedé hipnotizada por la cantidad de puntitos
que en los planisferios representan a las capitales de los países
y a las grandes ciudades.
Puntitos para mi gusto demasiado separados entre sí,
sin una buena distribución armónica sobre toda la superficie.
Ya de vuelta en el pequeño rincón donde duermo,
imaginé cada puntito de esos como una especie de apiñadero,
un embudo en donde están volcadas
enormes cantidades de gentes, detenidas,
temerosas de hacer sus caminos libremente
sobre la enorme extensión del planeta,
tal como lo hicieron en épocas inmemoriales
los extinguidos, valientes nómades.
Y doy fe: de eso también pude enterarme también
en otro de mis vuelos sobre la gran biblioteca.
Y me pregunté: ¿que fenómeno misterioso
los habrá llevado a recluirse definitivamente,
a vivir todos acurrucados, embotellados en sus ciudades,
a perder el valor que todavía tenemos los bichos,
la libertad de andar de aquí para allá, recorriendo todo lugar posible,
sin enclaves obligados, sin lugares definidos para siempre?
Busqué y busqué revoloteando entre tanto libro,
pero nunca encontré ninguna respuesta.
Sólo algo, a veces, cuando desde afuera,
desde la terraza del viejo edificio
me llega el sonido de las bandadas de loros,
que como todos los días
pasan volando a toda velocidad sobre la ciudad,
vociferando a los gritos.
Tal vez sus penetrantes chillidos me suenan mas
a risotadas que a graznidos de pájaros,
o tal vez ellos sean los ángeles-cartógrafos
que siguen riéndose mientras trabajan allá en las alturas,
y que rasantes, cantan cada día como un gran coro de amigos:
“¡¡¡Despierten de una vez, allá abajo!!!”
gran voladora y observadora que soy, de algo ya no me cabe duda.
Y es que de todo lo que pude ver en mis vuelos,
los mapas tienen una hermosura especial,
la hermosura de quien puede haberlo visto todo desde las alturas.
Por eso muchas veces pensé que los cartógrafos,
los hacedores de mapas tal vez fueran ángeles,
o tal vez pájaros haciéndose pasar por humanos.
Porque ¿cómo se hace para dibujar perfectamente la tierra
vista desde arriba sin volar?
Sigue siendo un misterio para mi.
En mis cotidianos vuelos
sobre las pilas de centenares de olorosos libros abiertos,
algo que siempre me llamó la atención es el planisferio,
en donde todo se ve prácticamente desplegado en un solo plano,
la esfera pelada, toda la cáscara del redondo planeta
perfectamente planchada, encuadrada y estirada.
En una oportunidad, en uno de esos vuelos,
algo me produjo un pequeñísimo destello de comprensión
acerca de la misteriosa situación sobre la Tierra.
Fue cuando aleteando detenida en el aire
quedé hipnotizada por la cantidad de puntitos
que en los planisferios representan a las capitales de los países
y a las grandes ciudades.
Puntitos para mi gusto demasiado separados entre sí,
sin una buena distribución armónica sobre toda la superficie.
Ya de vuelta en el pequeño rincón donde duermo,
imaginé cada puntito de esos como una especie de apiñadero,
un embudo en donde están volcadas
enormes cantidades de gentes, detenidas,
temerosas de hacer sus caminos libremente
sobre la enorme extensión del planeta,
tal como lo hicieron en épocas inmemoriales
los extinguidos, valientes nómades.
Y doy fe: de eso también pude enterarme también
en otro de mis vuelos sobre la gran biblioteca.
Y me pregunté: ¿que fenómeno misterioso
los habrá llevado a recluirse definitivamente,
a vivir todos acurrucados, embotellados en sus ciudades,
a perder el valor que todavía tenemos los bichos,
la libertad de andar de aquí para allá, recorriendo todo lugar posible,
sin enclaves obligados, sin lugares definidos para siempre?
Busqué y busqué revoloteando entre tanto libro,
pero nunca encontré ninguna respuesta.
Sólo algo, a veces, cuando desde afuera,
desde la terraza del viejo edificio
me llega el sonido de las bandadas de loros,
que como todos los días
pasan volando a toda velocidad sobre la ciudad,
vociferando a los gritos.
Tal vez sus penetrantes chillidos me suenan mas
a risotadas que a graznidos de pájaros,
o tal vez ellos sean los ángeles-cartógrafos
que siguen riéndose mientras trabajan allá en las alturas,
y que rasantes, cantan cada día como un gran coro de amigos:
“¡¡¡Despierten de una vez, allá abajo!!!”
3 comentarios:
Me espera día un complicado. Pero ya arranco con una sonrisa por conocer a Diane Arbus. La cagaste con Suar, pero siempre habrá una polilla que le coma los pullóver y una rata que le muerda los billetes.
Se vuela como se vive
Ay!..."se vuela como se vive!"
Qué pelotudo, por Dios!!!
Publicar un comentario