domingo, 9 de febrero de 2014
RECUERDOS REALES DE MI PROPIA COLIMBA (Azul, Provincia de Buenos Aires, Año 1967. Grupo de Artillería Blindado 1)
“¡Soldado, saque pecho! ¡Vista al frente! ¡Manos bien pegadas! ¡Baje los hombros! ¡Ojos bien abiertos! ¡Tacos juntos! ¡Codos hacia delante! ¡Cierre la boca! ¡Levante la cabeza! ¡Ponga cara de guerra, soldado!”, vociferaba el teniente Magoy, y yo no sólo aceptaba sus sugerencias sino que hasta llegaba a triplicar el efecto deseado.
Mis ojos bien abiertos eran los de un hipertiróidico, el pecho hinchado el de un búfalo a punto de estallar y la cara de guerra hubiera asustado a Rasputin. Y resoplaba como una bestia enfurecida.
A un “¡carrera marrr..! ¡cuerpo a tierra!” mientras a mi alrededor algunos bufaban de mala gana apoyando una rodilla, después la otra, hasta acostarse boca abajo con cara de ¡porqué no te vas a la concha de tu madre!, yo emitía un alarido de chacal y efectuaba un ridículo, exageradísimo salto de clavadista ornamental para caer de cara al piso en medio de una polvareda.
Al siguiente “¡fiiirrrmes!”, mi taconear de húsar enardecido sonaba mucho más que lo normal, mi boca mostraba los dientes y en mis ojos inflamados se podía leer “¿qué más querés, monigote? ¡puedo volar si quiero, milico pelotudo!”
No tuvieron más remedio que considerarme un “buen soldado”, a pesar de que los cabrones sospechaban que me burlaba de ellos en cada baile.
Y confieso con gran placer que dejé a muchos de esos tarados con las ganas de verme cometer algún traspié. Las trampas fueron muchas, pero jamás pudieron. Yo era joven, estaba en buena forma y me divertí muchísimo.
Aunque algo no tan divertido ese año fue el episodio de la sangre.
Una mañana, después del despertar súbito por los chillidos del ocasional marrano vestido de verde, su pito estridente, el tener que clavarse uno como una estaca a los pies de la cama entre bostezos, puteadas interiores cada vez más diluidas y el acostumbrado pasaje por la ducha casi fría del baño enorme y helado, venía el exquisito desayuno. Un jarro de mate cocido y un pan.
Pero ese día no lo hubo, sino que directamente nos hicieron marchar hasta una de las compañías, de donde salían y entraban ambulancias.
Preguntándonos por qué estábamos haciendo una cola en ayunas para entrar al edificio, vimos salir de ahí a algunos desmayados sostenidos por otros pálidos compañeros, que con una expresión desesperada y disimuladamente se señalaban el medio del brazo.
Cuando entré, el espectáculo era un centenar de camas, cada una con un joven canalizado conectado a un frasquito que colgaba a su lado y se llenaba de sangre. Ese día nos sacaron un cuarto de litro a cada uno, y en el cuartel éramos más de mil. Nunca se pudo saber adonde fue a parar semejante cantidad de plasma. Jamás dieron una explicación.
Por aquellos días se celebraba un recordatorio de la Campaña del Desierto y a muchos de nosotros nos tocó hacer de mozos en el Casino de Oficiales. La comida era una descomunal parrillada.
Con los pies doliéndonos de tantas idas y venidas y desesperados por las ganas de probar algo, en una de las parrillas un cabo sudoroso y compasivo nos hizo un regalo revelador a un par de nosotros. Nos obsequió unas achuras que, según el dijo, se procesaban en un frigorífico muy cercano al cuartel.
Y mientras saboreábamos a escondidas unas inolvidables morcillas, nos sumimos en un estado que jamás volvimos a sentir, un extraño arrobamiento que nos producía ese sabor tan familiar.
Y no quisiera pasar por un mitómano neurótico, pero esas morcillas tenían demasiado gusto a nosotros.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario